Bienvenida.

me-l-m

Tras años de ensoñaciones, al fin, llegó.

París.

Esa mujer pálida y fría que sopla el humo de cigarrillos finos. Vivir el invierno parisino es consagrarse como fumador permanente, siempre un entramado de hilos translúcidos huye de los labios sin llegar a escribirse del todo. Te ignorará en tu soledad, no reconforta a nadie, pues tiene los ojos lleno de un pasado grandioso, tiene las calles llenas de sus nombres: el paseo de los grandes hombres bautizó su cuerpo con caminos de magnificencia.

Donde los vagabundos cantan y los poetas aún llevan sombrero, la que dijo ser de luz, y tras su cielo blanco solo pudo aspirar a grises sombras que un sol filtrado a veces desvela. Hay que ganársela, a esa insolente diosa. Ella sabe que ya no es lo que era, pero le queda algo de rojo en los labios y besa con furia la maldita. París de abrigos largos y faldas cortas, donde los hombres cultivan el arte de la media sonrisa, y las mujeres se alzan sobre pedestales de aguja. La he soñado tanto en mis recreaciones infantiles, que nunca sé si es ella del todo, o si aún puedo despertar, o si aún me puedo enamorar más profundamente. Porque no la quiero aún del todo, pero todo lo que quiero es a ella, está en ella. Y es que cuando te mira, cuándo te sonríe y hay sol, cuándo el mito se reinventa con el rostro de un actor, o un libro antiguo con carátula de terciopelo azul, algo nace de nuevo. En el vaho glacial se tejen versos sin quererlo, he tejido en ella mi más preciada poesía mental: esos maravillosos torrentes de genio, que solo pasan un instante, pero nacieron al fin y al cabo de esa parte del espíritu que uno tiene sin conocerla: de donde surgen las mayores alegrías.

Le descubro iglesias y teatros como lunares de su anatomía, alguien me habla de grandes proyectos, y ella me ha vuelto a mirar. Tan fría es, que la sangre me hierve cuando la camino, París de mis ausencias, que no tiene cielo sino un lienzo tendido entre los tejados, que no tiene sol ni estrellas, pero la luna más esquiva y sorprendente del mundo que he llegado a ver, una luna llena que abarca todo el pequeño horizonte circular de mis pupilas. El Sena siempre presente deja una finísima capa de humedad sobre las aceras, y al caer la noche al brillo de las farolas se viste de oro todo el suelo, y brinda a sus tristes habitantes la ilusión de vagar por un palacio de cuento, aunque finalmente sólo unos pocos lo puedan ver. Ciudad de ciegos y desgraciados, esconde un infierno pestilente en sus entrañas, en el que los abandonados y las almas en tránsito se arrastran en raudos ataúdes de metal. El olor de la miseria impregna el subterráneo hades: su viva imagen duerme temblando en mantas roídas, ahogado entre orina, vino, saliva, y grita con odio a los verdugos de su humanidad perdida. Vivo en un hormiguero de soledades, un palpitante vaivén de indiferencias sufrientes.

No lo entenderíais, claro que me duele, ella me duele en los sueños, me duele en los ideales, me los recorta, los despedaza, ella me mata a fuego lento, me enloquece. Hombres tendidos y palomas agonizantes adornan con horror la cuesta rutinaria de cada mañana, seres que no merecen compasión alguna, que comparten la ciudad sin vivirla del todo. Los parisinos están entre el cielo y la tierra, las palomas por encima, los mendigos por debajo, y todo tiene un equilibrio rudimentario, inevitable, necesario. Aunque a veces abren sus monederos, cogen de la mano a sus hijos, corren a por un autobús entre carcajadas y lo pierden con un beso.

Ese es mi París, el de las mil historias, el de la vida de papel y calle, el de los amores ausentes y del descubrimiento sin cesar renovado de una vocación.

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